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Mensaje por Mr. Whønoswø 21/5/2015, 11:29 pm

Abren los ojos; pesados, cansados, arden y la tenue luz del ¿día? Es suficiente para hacerles chillar, buscar refugio detrás de la poca sombra protectora que produce sus manos al ponerlas sobre la frente y ver que más hay delante. ¿Qué hay? ¿Qué hay? A lo lejos, pequeños edificios grises se levantan y saben que han llegado, el destino no importa así como tampoco pensar de donde han venido o como es que sabían que su viaje había acabado, lo importante es que aquel viaje infernal entre caminos estrechos y perdiendo a muchos entre los árboles espesos había acabado.

O eso ansiaban creer, pero no había hecho más que comenzar.

El pueblo nació en la miseria, creció en miseria y no parecía que su futuro poco brillante fuese a cambiar; en realidad parecía estar nublado en extremo por la niebla y el humo del carbón. Los años pasaban, a pesar de que nadie estaba seguro de cuando ha terminado un día y empezado el otro —especialmente gracias al que el sol podía salir en medio de la noche u obscurecer repentinamente—. Un día simplemente acordaron decir que era el primer día de enero del segundo año en su estadía. Fue un hombre llamado Lazarus J. Baptista quien le dio un sentido del tiempo a la población que trabajaba todos los días sin tener idea de cuando empezar, elegido poco tiempo después como el primer alcalde de Whonøswere.

Un pueblo volvía a activarse y a la par un circo del otro lado del viejo camino entre los bosques. ¿Quién lo empezó? Nadie lo supo con certeza, tampoco les interesaba en ese momento. Ignoraban a los familiares rostros con pintura que se colocaban en las esquinas de las calles sosteniendo brillantes volantes, o al menos por los primeros dos meses, hasta que alguien dejó de levantar el polvo de viejas acciones y se dio cuenta de que habían más de ellos y la hermosa dama que intentaba vender flores ya no estaba en aquella vieja tienda que ella había restaurado. Curioso fue encontrar que, en una de las primeras visitas entre nervios alterados por escuchar constantemente la fantasmal música que provenía del carnaval haciendo eco por todo el bosque, había una nueva función que incluía a una bella dama de extremidades anormalmente largas y el rostro lleno de flores.

El carnaval poseía luces brillantes, espectáculos que divertían u horrorizaban de tal forma que no se podía dejar de observarlo pero la verdadera naturaleza el acto aún estaba oculta detrás el montón de risas casi histéricas que los espectadores escuchaban y a las cuales los actores parecían sordos. Ninguno de ellos distinguía si alguna de esas risas iban o venían, pero tampoco podían imaginarse que el acto se extendía mucho más allá de las gradas. La curiosidad de muchos hizo preguntar a unos cuantos artistas quien era el dueño de todo aquel espectáculo, pero casi todos ellos solo balbuceaban palabras y abrían los ojos como platos mientras miraban a todas partes e intentaban formar oraciones tontas y burdas, no aportaban en nada, pero casi todos ellos acordaban que se trataba de un hombre y que aquel lugar había estado siempre ahí. ¿Qué tonterías decían? Tanta agua verde habían bebido que seguramente estaban alucinando.

El Alcalde Baptista jamás colocó un pie sobre el carnaval de manera voluntaria, detestaba aquél lugar y era famoso por arrugar el gesto apenas se mencionaba algo relacionado a los payasitos que se ponían en las esquinas de las calles a repartir volantes; “No son Payasitos” Declaraba “Son engendros con un olor horrible, a azufre o huevo podrido”. Un día visitó a aquel lugar, siendo la primera y última vez que lo hiciera; Un día de Noviembre del doceavo año declaró que las idas a aquel carnaval estaban terminalmente prohibidas, bajo la excusa de que deberían trabajar constantemente en mejorar el precario estado de ese pueblo si deseaban mantenerse ahí, crear un hogar para la siguiente generación y no volver al infernal recorrido del cual habían provenido. Echó a todos los repartidores de volantes que estando en las puertas del pueblo solo sonrieron “No se preocupen, el show regresará el siguiente mes”.

La tragedia marcó a muchos una semana después, una fuerte enfermedad debilitaba a las personas y con una tos fuerte que parecía que estuvieran a nada de escupir sus entrañas. Los pocos doctores que había no sabían dar razón de tan terrible enfermedad que estaba acabando con las vidas de muchos, aunque ningún funeral fue realizado. “¡La enfermedad es tan fuerte que hace desaparecer los cadáveres! Expiran su último aliento y cuando te das vuelta su cadáver se ha desintegrado!”

Un mes después, el 11 de Diciembre y asolado por la necesidad de una respuesta demandada por los pobladores en conjunto con la repentina desaparición de la menor de sus hijas, Baptista se encontraba entre la espada y la pared.  Sin a quien recurrir había considerado tomar su propia vida, pero una carta llegó a él, una carta perfumada dirigida a él de parte de un tal “Whønoswø” —aparente dueño del circo— quien le proponía hablar de una negociación para darle una “medicina” de aquella rara enfermedad que sus propios actores habían sufrido y revelarle el paradero de su hija.

Nadie sabe que fue lo que vio ahí ni de los tratos que se hicieron, pero regresó completamente pálido y en su mano un maletín con una extraña y espesa medicina que curó a gran parte de los enfermos. No volvió con su hija.

Pero han pasado 103 años de eso, la historia aunque se enseña se olvida y nadie le presta atención. El circo sigue al otro lado del bosque.

Mr. Whønoswø
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